Un tímido Willy Rodríguez era quién se encargaba de animar el ambiente. Mientras él, en su poltrona de cuero importada –cuidada tan bien como a cualquier ser viviente– daba la primera calada a su Montecristo Nº 1 y meneaba su vaso corto donde unos peces de hielo nadaban en una bebida espirituosa poco común. Era un ritual obligatorio entre sus actividades cotidianas, pues el trabajo y su necesidad de hacer lo que los colegios supieron alguna vez catalogar como actividades extracurriculares, no le quedaba mucho tiempo para hacer otra cosa que no sea sentarse a disfrutar lo que sus clientes le habían obsequiado cuando resolvió aquellos problemas que todos decían no tenían solución.
El humo se había adueñado de la sala. La música lentamente llenaba aquellos espacios en los que el resultado del Montecristo aún no había ocupado. Las ideas fluían con naturalidad en aquella sala oscura y confortable, fue diseñada con ese fin, para pensar, conseguir esa paz que la oficina no le concedía en ningún segundo de la jornada laboral. “Eso es lo que tienes por ser quien eres, nadie te obligó a escoger esa carrera y mucho menos a tener tanto éxito” era lo que todo el mundo le respondía cuando comentaba que necesitaba vacaciones. Así que por ahora se conforma con su poltrona para descargar todo lo que el día lanzó sobre sus hombros.
Mientras sus papilas gustativas jugaban con la mezcla de tabaco y licor que poseía a su paladar, su mente viajaba por miles de ideas que tenían como único propósito decidir que pasaría con su futuro inmediato. Se debatía entre tirar la toalla y partir a destinos exóticos, abrir un negocio y vivir de lo que éste produjese, o seguir haciendo lo que sabía hacer mejor que nadie, trabajar y ser exitoso. La dedicación exclusiva a su trabajo le había alejado de ciertos placeres mundanos que la juventud te provee, y es que aunque seguía siendo joven, el trabajo lo había absorbido de tal manera que la alopecia fue su única y fiel compañera durante años por esos caminos de la vida que son difíciles de andar, difíciles de caminar, como decía el único vallenato que sus oídos podían soportar, y todo gracias a que Vicentico lo versionó.
Pasaban los minutos, para no hablar de horas, y su Nº 1 se consumía lenta y exquisitamente entre sus labios. Cada calada era una idea diferente, un destino más exótico, un negocio más exitoso, una vida incomparable. Incluso llegó a imaginar –mientras hacía aros perfectamente circulares de humo– cómo sería su vejez una vez establecida su franquicia en gran parte de su país y en dos o tres países de Europa. No podía fallar, era una de esas ideas que a nadie se le había ocurrido y sería un éxito rotundo. También sabía que su oficina se vendría abajo en el momento que él hiciera pública la decisión de no seguir con ellos. Había aprendido a querer tanto su trabajo que esa sola idea de fracaso lo frenaba a materializar sus deseos de libertad.
“Ya lo tengo todo planeado” se dijo, “y me la llevo conmigo, no importa que digan sus padres, mi plan es perfecto y sin ella no sirve de nada”. Estaba enganchado y muy a gusto, no había nada ni nadie que lo hiciera salir de ese estado, había trabajado mucho para conquistarla como para planificar un futuro sin incluirla. Estaba decidido. Su vida iba tomando una nueva forma, con aroma de mujer, con curvas pronunciadas sin ser voluptuosamente peligrosas, se sentía cómodo con esta nueva forma de verlo todo, incluso le daba tiempo entre cada reunión para sonreír y saber que estaba en el camino correcto, que no se había equivocado en la decisión que había tomado, era hora de hacer caso a lo que nadie le recomendaba.
Y fue así como llegó la hora de decirle a su amada…
Emeterio. Emeterio, ¡despiértate! ¡Vas a llegar tarde a clases! No puede ser que vayas a comenzar la universidad y llegues tarde el primer día, no se puede ser tan irresponsable por Dios santo, es que no puedo entender qué necesidad tienes de acostarte un domingo tan tarde ¡y más si vas a comenzar clases! ¡Te dije que hoy te iba a levantar a esta hora! Y… ¿ni siquiera programaste el despertador que te regalé? Yo no te vuelvo a levantar quiero que sepas, tú no eres ningún muchachito, así que vamos…
Y por ahí se fue la madre de Emeterio mientras éste despotricaba entre bostezos.
El sabor del Montecristo se había incrustado en su mente, ahorraría para comprarse uno... a ver si por ahí todo empezaba a hacerse realidad.